jueves, 31 de enero de 2013

ACTA CENA ENERO CON SEIS PRESENTES Y AÑORADAS AUSENCIAS



Cinco gatos, noche heladora, mesa demasiado grande, rostros ¿invernales?, ¿tristes?, ¿cansados?... ¿Todo eso y nada?

¿Cinco gatos? No, seis (gatas) para ser exactas: Marga, Adela, María del Mar, Ángela, Elena y Pilar. ¿Ni siquiera la organizadora de la cena de este mes, a la sazón blogmaster del mundo mundial? Llamada telefónica inmediata. ¿Que estás con gripe? ¿Que hace días que no vas a trabajar, criatura? ¿Que te arreglaste pero tuviste que desarreglarte de nuevo porque la tos te ahogaba? ¿Qué la familia casi te agarra de la yugular para que no salieras? ¿Que estás en la cama y con pijama? ¿Que en lugar de una cena rica e intelectual prefieres el Paracetamol y el Dalsy? Oye, pues no te nos vayas tú a agobiar amiga nuestra: aquí yo te escribo el guión de la cena y ya tú, cual Doctorow pero a la salsa alioli y castañuelas, le das forma a lo que va a ser la noche y santas pascuas. Considerando que la cena a punto de comenzar, en nada se podrá comparar con la macabra y larguísima existencia de los hermanos Collyer, la cosa está ¿chupada? Ay que no que no. Que yo cómo voy a hacer eso si no estoy ahí sino aquí con la manta eléctrica. Que no hija no. Que yo no puedo escribir el acta si no estoy… Respira, respira, que no se puede hablar sin poner comas a la vida de vez en cuando y menos aún cuando la gripe (y no española) te tiene bajo arresto domiciliario.

Si no hay mal que por bien no venga. ¿O es que alguna vez alguna de nosotras, presentes o ausentes, osó hablar del compañero y sin embargo amigo de la que tuvo que ser escribidora del acta del mes de enero? La culpa no fue del morbo ni del cotilleo barato, y menos del cha cha cha, sino de un accidente de bicicleta que salió a cuento, de un encuentro casual con la bella sobrina que nos atisbó desde el escaparate del restaurante y  de unas puñeteras gambas que se empecinaban en esconderse en un carpaccio extra plano camuflado entre un fondo negro y una salsa rosa que se repetiría en sucesivos platos como si estuviéramos celebrando el día del Orgullo Gay en lugar de nuestra cena Hoy Libro. Ay, no hijas no. De esto no contamos ni mú, que aquí sólo se reproduce lo literario. Lo mundano queda para la intimidad de una cena.

Seis, pero podíamos haber sido perfectamente cuatro. ¿O acaso Adela y Ángela no se habían ventilado a los Collyer ya en los quince minutos que duró el trayecto hasta el restaurante? Mucho tiempo fue ese pues les sobraron minutos y minutos para rajar de exes, niños, Zara… Menos mal que las chiquillas son sociables, solidarias y atentas y, puestas a rajar, no les importó compartir y repetir y ampliar sus sensaciones literarias con el diminuto resto presente. ¡¡Qué pocas éramos y que corriente de cojera nos entraba por todos los flancos!!

La noche fría, la mesa desbordante de ausencias. Cómo os echamos de menos. Qué mala es la gripe y qué lejos están Cádiz y Coruña… y Santa Clara. ¿¡Que ya he dicho que éramos pocas!? ¿Qué  no me repita? ¡Y qué puedo hacer si soy asquerosamente sentimental!

La novela a comentar dura, muy dura, la comida de diseño, en proceso de experimentación o eso parecía transmitir el camarero con tanta preguntita degustativa. Con este panorama, ¿no es perdonable que las presentes aprovecharan cualquier excusa para dispersarse? ¿Necesitan las presentes, y las ausentes, motivos para dispersarse? ¿Acaso no posee este grupo la capacidad innata de pasar de lo intelectual a lo frívolo en microcentésimas de segundo sin despeinarse? ¿Por qué se coló en la conversación el del accidente en la bici, bautizado Eliseo, y la cocina del hotel El Pato … (la que quiera saber el color del pato que pregunte a Adela) de Punta Umbría donde los mocos salían de las fosas nasales del cocinero para acabar donde no debían? ¿Es la culpa nuestra o de Chicote y su programa Pesadilla en la Cocina que te hace cuestionarse más profundamente en qué condiciones está lo que se nos sirve en los restaurantes que los trillones de basura en los que enterraron su vida esos pobres hermanos? Y yo qué sé. Quizás sea simplemente una forma de entrar en calor, de despertar una sonrisa al frío de afuera y de adentro.

Pero Adela, ¿no tuviste bastante con lo que te explayaste en el coche, que te lanzas al ruedo del debate la primera? ¿Será que necesita la chiquilla escupir que le ha angustiado la novela de Doctorow? Angustia provocada por el hecho de saber que está basada en un hecho real; angustia que va aumentando a medida que el deterioro de los hermanos se hace insostenible. Ha aguantado porque la novela es buena, que si no…
A Ángela, que os recuerdo fue su compañera de parloteo en el coche camino de la reunión, le angustió también, pero al final. Menos mal. Marga, sin embargo, no cree que el autor haya desarrollado la historia de los hermanos de un modo angustioso, mientras Elena escucha atenta. Más no puede hacer la pobre, pues afirma y repite varias veces que no ha leído la novela. Honrada la muchacha que es otra y pone cara de póquer y tira millas. ¡Anda que no la animamos toda la noche para que la leyera a pesar de los comentarios “angustiosos/angustiantes” que allí se vertían! No sé cómo no terminó mandándonos a hacer puñetas.

 Margarita, que cuando se pone a argumentar, argumenta, amplió su inicial comentario afirmando que el autor rehúye de dar una imagen de angustia; evita caer en el tópico. ¿Usó María del Mar el verbo angustiar? Pues sí, y varias veces porque la novela en sí la ha angustiado. Pues no veas cuando muere Langley, y Homer se queda esperando su sustento en su sillita de ruedas hasta morir de inanición, añade Ángela, acompañado el comentario de un ¡Uy! ¡Uy! ¡Uy! ¡Uy! colectivo que sonó como si un golpe de viento se colara por las rendijas usurpadoras de las ausencias.

A Mar se le ha caído la novela cuando entran los ocupas en la casa de los hermanos, lo que da pie a una larga discusión entre las que opinamos que viven y están de espaldas a  la sociedad y las que creen lo contrario. 

Pilar lee una entrevista realizada a Doctorow donde, entre otras cosas, afirma:
Todo salió de la primera línea. Un día me senté y escribí: soy Homer, el hermano ciego; resultaba tan evocador… …Sí, he distorsionado datos. De hecho, el músico era Langley y no Homer, éste era el hermano mayor en realidad, murieron en 1947 y no vivían en la Quinta Avenida pero yo quería situarlos ahí frente al Central Park… …Yo no me documento. Escribo a raíz de un acontecimiento… …En la vida real, los hermanos Collyer fueron una especie de folclore instantáneo, la gente venía a ver su casa como si fueran un circo…  … Hace unos siete años salió un artículo donde se decía que los Collyer no tuvieron herederos, así que la ciudad se apoderó de la casa, luego se opusieron a que se pusiera un parque donde estaba la casa y se le bautizara con su nombre. Llevaban cincuenta años muertos y aún molestaban… …El folclore es previo al mito y los hermanos tenían estatus mitológico en mi imaginación. Creo en la ficción como sistema de conocimiento.

Varias comentan cuando llega a la casa el nieto músico de la criada y la reflexión que de él hace el autor; del hecho real de vivir, malvivir, sobrevivir, vivir de otro modo o como queramos llamar a acumular basura y más basura, lo que da pie a Adela, que está repleta de anécdotas ejemplificadoras esta noche (recordad el comentario del cocinero en El Pato…) a contarnos la historia de dos hermanas de Huelva, casada una de ellas con un …(obviamos la nacionalidad para no dar pistas) y otra soltera, que convirtieron su casa en un basurero.

La Margui, que está en todo, nos informa de que a la blogmaster-griposa-ausente le gustó mucho la novela, por aquello del amor filial. Nos cuestionamos algunas si se trataba de amor filial o dependencia patológica. A todas las presentes nos ha parecido excelente la traducción.

Llegan los postres, deliciosos por cierto, y la mesa se parte en dos: por un lado, Ángela, María del Mar y Elena, y por otro Marga y Adela. La que escribe, ni en un grupito ni en otro, sino tomando notas como persona responsable que es. Eso sí, amenizada por el silbido agradecido que sale del móvil de Adela, cuyo hijo mantiene cual secreto de Estado su sistema, usos y horarios de estudio universitario en bibliotecas que acogen sus desvelos nocturnos.

El tiempo pasa, la noche acaba, los postres desaparecen de las bandejas, la muñeca descansa, ponemos propuestas de libros sobre la mesa, votamos. Ganador por mayoría, “París era una fiesta”, de Hemingway. ¡Pobre Calderón de la Barca al que se le hizo la cama para que no saliera!

Próxima cena: 20 de Febrero.
Organizadora: Pilar
Trae invitad@: Cristina

Cierre de cuaderno de actas, bolígrafo al bolsillo. Misión cumplida.

¿Pagamos del fondo? ¿Pues no somos cuatro gatos? ¿Que son once euros con cincuenta por cabeza, querida tesorera? ¿Qué a las otras no les va a importar?... Parole, parole, parole. Teatro, teatrito, teatro pues al final pagamos cada una lo nuestro porque somos honestas, integras, guapas, inteligentes. ¿Inteligentes? ¿María del Mar es inteligente  después de haber dejado el vicio del fumeteo  y volver a la carga? En soledad ha tenido que salir a fumar la pobre mía esta fría cena de Enero, fumadoras desalmadas que la habéis dejado tirada como una colilla. ¿Colilla escribo? Colilla la que  lleva pegada a los labios como una prolongación del rostro el taxista que me coge después de haberme besoteado con las chicas. Colilla que hacía triple salto mortal en una boca que no paró de hablar en todo el trayecto. Una boca enmarcada en una cabeza privilegiada para la orientación. O así me dijo su dueño sin preguntarle, atendiendo a un estudio de la Universidad De No Sé Dónde que afirma rotundo que el sentido de la orientación en la hipófisis de los taxistas, está tres veces más desarrollada que la de cualquier otro mortal, ya sea fontanero o presidente del Banco Mundial, disfrutando de una imagen tridimensional, un sentido geostático  de las cosas.

Subí boquiabierta y con pesar  el ascensor de mi casa, mientras cerraba mi cartera y sacaba las llaves; pesar pues tuve que indicarle dónde estaba exactamente mi calle después de aclararle dónde estaban  a su vez las adyacentes. No sé qué me pasa que me lío con algunas direcciones: por ejemplo, si un cliente me pide que le lleve a Campo de Soria, no sé por qué pero siempre tiro pa Campo de los Mártires, que está en la otra punta de Sevilla. Es que claro esta Sevilla es tan grande…
Sí, eso debe ser, que Sevilla es muy grande y mi grupito de Hoy Libro de esta noche muy chico, pensé; y mi sentido geostático, es más ¿tendré yo sentido geostático? ¿Habrá perdido el mundo su sentido geostático?... Pero, digo yo, ¿qué coño significa “geostático”?... ¿Tendrían los hermanos Cullyer sentido geostático? 

Firmado: La mano que mece la pluma.
(Se recomienda no hacer caso a lo que dice el “publicado por” al final de esta entrada)  


RESULTADO DE LA ENCUESTA: 5 VOTOS
MUY BIEN: 0
BIEN: 5
REGULAR: 0
MAL: 9 

domingo, 27 de enero de 2013

LOS NARRADORES

Vamos a seguir diseccionando los libros. Cuando abrimos una novela tenemos que creernos lo que nos cuenta. Si no, pondríamos en duda frases tan bonitas (e increíbles) como la que nos narra García Márquez, en Cien años de soledad, cuando muere José Arcadio Buendía:
“…tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro”.
Vale, las flores no caen del cielo cuando se muere alguien, pero ¿por qué no imaginarnos por un momento que pueda ocurrir?

También debemos tener claro que el autor habitualmente no es el narrador aunque se haga pasar por él, que puede utilizar personajes muy alejados de su forma de pensar o actuar y que no tiene por qué haber vivido las situaciones que aparecen en sus libros (¿os imagináis al escritor  de El Perfume asesinando vírgenes para dar mayor credibilidad a su obra?), aunque a veces cobran relevancia algunos aspectos autobiográficos, y son muchos los autores que no renuncian a hacer "cameos" en sus obras. En “Pabellón de reposo”, de Camilo José Cela, un tal C.J.C. firma muchas de las cartas que aparecen en la novela; el protagonista de “El castillo” de Kafka, aparece nombrado como “K”; Miguel de Unamuno es uno de los personajes de “Niebla”; el narrador de “El filo de la navaja” dice llamarse Somerset Maughman y en “Soldados de Salamina” el periodista que narra la historia curiosamente se llama Javier Cercas.

Para comentar un libro hay que analizar conjuntamente lo que el texto dice y cómo lo dice. Por eso hoy vamos a analizar a los NARRADORES.

NARRADOR OMNISCIENTE: es el tradicional. Su punto de vista no tiene límites: es estratégico. Se sitúa fuera del texto.  Actúa con conocimiento completo de todo: sentimientos, pensamientos, acontecimientos, situaciones... presenta a los personajes en  tercera persona y describe todo lo que estos ven, oyen, sienten... e incluso circunstancias en las que no hay presente ningún personaje. Es como un dios que penetra en los lugares más recónditos y  tiene el don de la ubicuidad espacial y
temporal, porque puede contarnos el pasado  y el futuro de todos los personajes, incluso cambiar de lugar para estar en dos sitios a la vez. O sea, con ellos los lectores sabemos más de la historia que los mismos personajes.

NARRADOR CUASI-OMNISCIENTE/ OBJETIVO / CINEMATOGRÁFICO: simplemente presenta a los personajes y el espacio-tiempo. Actúa como si fuese una cámara fotográfica, dejando a los personajes que hablen ellos mismos, que hagan y deshagan. Su punto de vista está restringido, ya que no conoce la realidad, no es omnisciente y no puede interpretar las emociones de los personajes. Utiliza la tercera persona.
Se diferencia del narrador testigo en que no es un personaje y, por tanto, no ha de estar presente en el desarrollo de la acción.

NARRADOR PROTAGONISTA:  El protagonista nos cuenta con sus propias palabras lo que siente, piensa, hace u observa. Cuenta su propia historia. La acción del relato es la historia de ese personaje y todos los demás existen a través de él. Su punto de vista está restringido, porque no conoce toda la realidad. En las autobiografías coinciden el autor y el narrador. Utiliza la primera persona. Si el narrador se limita a contar aquello que ve y hace, la narración será externa y objetiva. Si además emite sus pensamientos, sentimientos y  elucubraciones, la narración será interna y subjetiva.

NARRADOR PERIFÉRICO / SECUNDARIO: aunque es un personaje secundario,  interviene en la historia, en la acción. Utiliza la 1º persona para contar la vida del protagonista, que no es él. Ofrece ciertas dificultades para el autor: tiene que limitarse a lo que hacen él y el protagonista, pero tiene que tener cuidado de no contar cosas a las que no tenga acceso, porque si esto falla, fallará la novela, porque falla el punto de vista.

NARRADOR TESTIGO: Es un personaje secundario o un testigo de los hechos, que no participa directamente en la acción. Esta forma de narrar no da acceso a la vida interior del protagonista más que de una forma limitada. El narrador testigo no puede referirnos lo que piensan o sienten los personajes sino a través de sus gestos. Utiliza la primera persona en combinación con la tercera.

SEGUNDA PERSONA NARRATIVA: el narrador se dirige en un ficticio diálogo a un personaje ausente, al lector o a sí  mismo (monodiálogo). Pretende que el lector adopte las vivencias del narrador como suyas propias, y que se sienta en parte el protagonista de la historia.

Foto encuentro enero



                           Cuelgo la foto de grupo mientras llega el acta, para ir abriendo boca.



martes, 22 de enero de 2013

VAMOS A CENAR EN UN DESPACHO...

No es como el de Homer (¡menos mal!), y la comida es in-fi-ni-ta-men-te mejor que la de Langley.

Tampoco tendremos un reservado, porque somos poquitas ya para esos lujos, pero ¡sí un biombo!

NOS VEMOS MAÑANA A LAS 21 H. EN:
EL DESPACHO, 
C/ Felipe II nº 4

(para las curiosas curiosonas: http://eldespachosevilla.com/)

lunes, 21 de enero de 2013

DIÓGENES (¿EL DEL SÍNDROME?)

Diógenes de Sínope, también llamado Diógenes el Cínico, fue un filósofo griego perteneciente a la escuela cínica.

Nació en la colonia griega de Sínope, situada en la costa sur del Mar Negro, hacia el 412 a. C. y murió en Corinto en el 323 a. C.

No legó a la posteridad ningún escrito; la fuente más completa de la que se dispone acerca de su vida es la extensa sección que su tocayo Diógenes Laercio le dedicó en su Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres.

Nada se sabe acerca de su infancia excepto que era hijo de un banquero llamado Hicesias. Ambos fueron desterrados por haber fabricado moneda falsa. Diógenes se gloriaba de haber sido cómplice de su padre, y este suceso prefiguró, en cierto modo, su vida filosófica.

Fue exiliado de su ciudad natal y trasladado a Atenas, donde se convirtió en un discípulo de Antístenes, el más antiguo pupilo de Sócrates. Diógenes vivió como un vagabundo en las calles de Atenas, convirtiendo la pobreza extrema en una virtud. En Corinto continuó con la idea cínica de autosuficiencia: una vida natural e independiente a los lujos de la sociedad.

Las anécdotas que se cuentan sobre Diógenes ilustran la consistencia lógica de su carácter. Sus únicas pertenencias eran: un manto, un zurrón, un báculo y un cuenco, hasta que un día vio que un niño bebía el agua que recogía con sus manos y se desprendió de él.

Este “Sócrates delirante”, como le llamaba Platón, caminaba descalzo durante todas las estaciones del año, dormía en los pórticos de los templos envuelto únicamente en su capa y tenía por vivienda una tinaja. Un día vio como un niño bebía agua con las manos en una fuente: “Este muchacho, dijo, me ha enseñado que todavía tengo cosas superfluas”, y tiró su escudilla.

Cierto día se estaba masturbando en el Ágora, quiénes le reprendieron por ello, obtuvieron por única respuesta del filósofo una queja tan amarga como escueta: "¡Ojalá, frotándome el vientre, el hambre se extinguiera de una manera tan dócil!"

Profesaba un desprecio tan grande por la humanidad, que en una ocasión apareció en pleno día por las calles de Atenas, con una lámpara en la mano diciendo: “Busco un hombre”. Diógenes iba apartando a los hombres que se cruzaban en su camino diciendo que solo tropezaba con escombros, pretendía encontrar al menos un hombre honesto sobre la faz de la tierra. En una ocasión, cierto hombre adinerado le convidó a un banquete en su lujosa mansión, haciendo especial hincapié en el hecho de que allí estaba prohibido escupir. Diógenes hizo unas cuantas gárgaras para aclararse la garganta y le escupió directamente a la cara, alegando que no había encontrado otro lugar más sucio donde desahogarse. Cuando Platón le dio la definición de Sócrates del hombre como “bípedo implume”, por lo cual había sido bastante elogiado, Diógenes desplumó un pollo y lo soltó en la Academia de Platón diciendo “¡Te he traído un hombre!”. Después de este incidente, se añadió a la definición de Platón: “con uñas planas”.

Asistiendo a una lección de Zenón de Elea, que negaba el movimiento, Diógenes se levantó y se puso a caminar. Si es verdad que los atenienses se burlaban de él, también es verdad que le temían y respetaban.

Según la leyenda, que parece ser creada con Menipo de Gadara, Diógenes en un viaje a Egina, fue capturado por los piratas y vendido como esclavo. Cuando fue puesto a la venta, le preguntaron qué era lo que sabía hacer, respondió: “Mandar. Comprueba si alguien quiere comprar un amo”. Fue comprado por un tal Xeniades de Corinto, quien le devolvió la libertad y le convirtió en tutor de sus dos hijos. Pasó el resto de su vida en Corinto, donde se dedicó enteramente a predicar las doctrinas de la virtud del autocontrol.

Durante los Juegos Ístmicos, expuso su filosofía ante un público numeroso. Pudo haber sido allí donde conoció a Alejandro Magno. Se dice que una mañana, mientras Diógenes se hallaba absorto en sus pensamientos, Alejandro interesado en conocer al famoso filósofo, se le acercó y le preguntó si podía hacer algo por él. Diógenes le respondió: “Sí, tan solo que te apartes porque me tapas el sol.” Los cortesanos y acompañantes se burlaron del filósofo, diciéndole que estaba ante el rey. Diógenes no dijo nada, y los cortesanos seguían riendo. Alejandro cortó sus risas diciendo: “De no ser Alejandro, habría deseado ser Diógenes.” En otra ocasión, Alejandro encontró al filósofo mirando atentamente una pila de huesos humanos. Diógenes dijo: “Estoy buscando los huesos de tu padre pero no puedo distinguirlos de los de un esclavo”.

Diógenes Laercio dijo sobre él en Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres:
Al anunciar Filipo que iba a atacar Corintio, y al estar todos dedicados a los trabajos y corriendo de un lado a otro, él empujaba haciendo rodar la tinaja en que vivía. Como uno le preguntara: -¿Por qué lo haces, Diógenes?-, dijo: -Porque estando todos tan apurados, sería absurdo que yo no hiciera nada. Así que echo a rodar mi tinaja, no teniendo otra cosa en qué ocuparme.

Diógenes Laercio también comentó en este libro:
Solía entrar en el teatro topándose con los que salían. Cuando le preguntaron por qué lo hacía, contestó: "Es lo mismo que trato de hacer a lo largo de toda mi vida"

Sobre la muerte de Diógenes circularon muchas versiones. Según una de ellas, murió de un cólico provocado por la ingestión de un pulpo vivo; según otra, fue como consecuencia de una caída, tras haberle mordido un tendón uno de los perros entre los que trataba de repartir un pulpo; y según otra más, murió por su propia voluntad, reteniendo la respiración, aunque esto sería algo metafórico, pues es imposible morir por dejar de respirar voluntariamente. También circula una leyenda según la cual sus últimas palabras fueron: “Cuando me muera echadme a los perros. Ya estoy acostumbrado.” Bastante tiempo después Epicteto le recordaba como modelo de sabiduría. Los corintios erigieron en su memoria una columna en mármol de Paros con la figura de un perro descansado.

SÍNDROME DE DIÓGENES
El síndrome de Diógenes es un trastorno del comportamiento que afecta, por lo general, a personas de avanzada edad que viven solas. Se caracteriza por el total abandono personal y social, así como por el aislamiento voluntario en el propio hogar y la acumulación en él de grandes cantidades de basura y desperdicios domésticos.

En 1960 se realizó el primer estudio científico de dicho patrón de conducta, bautizándolo en 1975 como síndrome de Diógenes. Esta denominación es errónea, pues hace referencia a Diógenes de Sinope, filósofo griego que adoptó y promulgó hasta el extremo los ideales de privación e independencia de las necesidades materiales (lo que se conoce como cinismo clásico); por tanto, desde el punto de vista histórico y conceptual, la acumulación de cualquier tipo de cosas es lo contrario a lo preconizado y practicado por el citado filósofo.

domingo, 20 de enero de 2013

todo empezó en el 2009

Mi curiosidad por la extraña vida de los hermanos Collyer empezó en el 2009 con un extenso reportaje que salió en El País semanal. En él aparecían fotografías de la época en la que fue desalojada la vivienda con los dos cadáveres dentro.

Luego, Ragtime me llevó al libro que desgranamos este mes. 

Como ya a estas alturas todas habréis leído el libro (o estaréis a punto de acabarlo, como yo), no está mal que sepamos más de estos dos curiosos personajes que dieron nombre a un síndrome parecido al de Diógenes, ya que después de ellos, la acumulación de basura también pasó a llamarse "el síndrome de los hermanos Collyer".

Paso a copiaros el artículo de Eduardo Lago que salió el 22 de noviembre del 2009.



Enterrados por la basura

EDUARDO LAGO 22 NOV 2009
Los excéntricos hermanos Collyer acumularon toneladas de desechos en una mansión que acabó por convertirse en su tumba. Un libro rescata esta inquietante historia de amor por la basura en el Nueva York de la Depresión.

Todo empezó hace exactamente un siglo, en 1909. Entonces Harlem era un barrio exclusivo y elegante, ocupado por familias acomodadas de raza blanca, nada que ver con la situación de hoy. Aquel año, Herman Collyer, ginecólogo de profesión, y su esposa, Susie, cantante de ópera, se instalaron en un brownstone (construcción de arenisca granate de cuatro plantas muy característica de los barrios residenciales de Nueva York) ubicado en la esquina de la Quinta Avenida con la calle 128. Los Collyer tenían justificada fama de excéntricos. El padre de familia, sin ir más lejos, tenía por costumbre acudir a su consulta en canoa. Los tabloides de la época se hacen eco del sentimiento de aprensión que despertaba entre sus vecinos la visión de su silueta mientras recorría las calles con una piragua invertida en alto, como un extraño bípedo sin cabeza. El matrimonio Collyer aguantó en la casa de Harlem una década. Cuando el flujo de población afroamericana empezó a cambiar el perfil del barrio, los blancos iniciaron el éxodo a otros lugares de la ciudad. Homer y Langley decidieron no seguir los pasos de sus padres. Rondaban a la sazón los veinte años de edad. De momento, la servidumbre se quedó con ellos.

Durante algún tiempo llevaron una vida relativamente normal: estudios en Columbia University (Homer se graduó en derecho de almirantazgo, y Langley, que además tocaba el piano y era inventor, en ingeniería); los primeros empleos esporádicos; incluso llegaron a dar alguna fiesta de sociedad. Al morir sus padres, heredaron una fortuna que les permitió afrontar sin traumas la era de la Depresión. En 1932, Homer, el hermano mayor, perdió la vista y jamás volvió a poner un pie en el vecindario. Su hermano ideó para él una receta consistente en consumir cien naranjas a la semana, y aunque salía esporádicamente a la calle, procuraba estar la mayor parte del tiempo encerrado en casa con él. Fue entonces cuando comenzó la compulsiva acumulación de periódicos y revistas. Las publicaciones que los vecinos tiraban iban a parar a la mansión. Langley Collyer las ataba con cuerdas, formando con ellas murallas que llegaban hasta el techo. Su idea, le confesó a un reportero que se las ingenió para entrevistarlo, era crear un gigantesco periódico viviente en el que se resumiera la historia de nuestro tiempo para que la leyera su hermano cuando recobrara la vista. Las incursiones nocturnas que efectuaba Langley en la basura no se limitaban a las publicaciones periódicas. Su compulsivo afán le llevó a recoger toda suerte de objetos imaginables.

La reclusión de los hermanos Collyer adquirió tintes de leyenda. Se decía que la mansión encerraba lujos y tesoros propios de Las mil y una noches y que en su interior se alzaban montañas de dinero que los hermanos se negaban a depositar en el banco. La mezcla de repulsa y fascinación que inspiraban se traducía a veces en actos de violencia. Los diarios neoyorquinos se interesaron por los enigmáticos reclusos de Harlem, publicando crónicas que magnificaban la leyenda.

Los Collyer reaccionaron reforzando su aislamiento. Desconectaron el timbre de la puerta. Cortaron el teléfono. Sellaron las ventanas con gruesas tablas de madera y dispusieron un sistema de trampas-cable hábilmente ocultas en lugares estratégicos de la red de túneles de papel que iba creciendo en el corazón de las tinieblas en el que, literalmente, se convirtió la casa. Por falta de pago, los Collyer se vieron privados del suministro de agua, gas y electricidad. El ingeniero Langley recurrió a subterfugios, como instalar el venerable Ford T de su padre en el comedor a fin de que hiciera las veces de generador eléctrico. Por las noches se aventuraba en un parque vecino para proveerse de agua.


Desde entonces hasta que les llegó la hora de la muerte, la historia de los Collyer se resume en una palabra: basura. Día tras día, año tras año, se dedicaron a acumular la más disparatada variedad de objetos abandonados en los vertederos de la vecindad.

Cualquiera que haya pasado algún tiempo en Nueva York, sabe que la basura tiene aquí un significado muy especial. Es la metáfora de algo que no resulta fácil definir, tal vez el alma sucia de Manhattan. La idea me hace tratar de entender las razones que llevaron a Doctorow a escribir una parábola sobre los hermanos Collyer. No es casualidad que lo haya hecho precisamente ahora. Los difíciles tiempos que atraviesa en estos momentos la ciudad hacen pensar en los años de la Depresión, que es cuando tuvo lugar la historia de Homer y Langley. Sea como fuere, la basura fue lo que precipitó el final de los hermanos Collyer.


El 21 de marzo de 1947, a las 8.53, se recibió en la comisaría local una llamada denunciando que había un cadáver en el brownstone. Cuando la policía hizo acto de presencia, había más de 600 personas aglomeradas frente a la casa, de la que emanaba un hedor insoportable. Los intentos de forzar la entrada principal no dieron resultado. Hubo que arrancar los goznes de la puerta. Al retirar las hojas de caoba apareció una muralla de objetos metálicos incrustados en un muro de periódicos sin fisuras. Un agente desvencijó una ventana del segundo piso dejando al descubierto un muro igualmente impenetrable. Se inició entonces la laboriosa operación de vaciar la casa. Los únicos seres capaces de desenvolverse con facilidad en el laberinto ciego en que se había convertido la mansión eran las ratas.

El primer cadáver no tardó en aparecer. A primera hora de la tarde, los equipos de rescate dieron con el cuerpo de Homer, el hermano ciego y paralítico. Estaba sentado en una silla con la cabeza apoyada en las rodillas, debajo de una bóveda de papel. El pelo le llegaba a los hombros e iba vestido con un albornoz harapiento. El forense dictaminó que había fenecido de inanición la noche anterior, después de pasar varios días sin comer. Los doce diarios que se publicaban a la sazón en Nueva York dieron la noticia de la muerte en portada. El cadáver de Langley no fue localizado hasta más de una semana después. Un alud de periódicos lo había sepultado vivo, a un par de metros de donde se encontraba su hermano, esperando que le llevara la cena. Se había enganchado en el cable de una de sus propias trampas, provocando el derrumbamiento de un túnel de papel. Su cuerpo se hallaba en avanzado estado de descomposición, medio devorado por las ratas. Llevaba puestas tres chaquetas, cuatro pares de pantalones y una bufanda de arpillera. Iba sin zapatos ni ropa interior. Al cabo de 19 días de desescombro se habían extraído 103 toneladas de basura. La vivienda se encontraba en un estado de podredumbre tal que las autoridades sanitarias decidieron que lo mejor sería demolerla.

La compleja operación de vaciar las entrañas podridas de la casa sacó a la luz la más delirante variedad de objetos que quepa imaginar. El catálogo que sigue es meramente indicativo: rastrillos, paraguas, bicicletas, cochecitos de niño, toda suerte de cajas y cofres, una colección de armas, lámparas (de pie, de araña y de pared), juegos de bolos, la capota de un landó; maniquíes, postales de chicas pin-up,bustos de escayola, retratos al óleo, una estufa de queroseno, 25.000 libros (de los cuales 2.500 eran de derecho), frascos con vísceras humanas, cientos de metros de sedas, brocados y damascos, alfombras, tapices, cuadros, relojes, una quijada de caballo, instrumentos musicales (banjos, cornetas, acordeones, un clavicordio, dos órganos, cinco violines y catorce pianos, verticales o de cola), partituras en Braille, cajas de música, un antiguo aparato de rayos X, instrumental clínico y quirúrgico, trenes y aviones de juguete, el viejo Ford T y la piragua de Herman Collyer...


¿Qué permite concluir esta delirante relación?, me pregunto, pensando en Doctorow y su novela. ¿Qué nos dice la historia de Homer y Langley Collyer acerca de nosotros mismos? Tal vez carezca de sentido forzar ninguna explicación. Doy por terminado este artículo y bajo un momento a la calle. Es entonces cuando interviene el azar. Al cabo de unos minutos, en la confluencia de la calle 10 con la Sexta Avenida, distingo la silueta inconfundible de Doctorow. Nos conocemos de otras veces. Me acerco a él. "Acabo de escribir algo sobre su última novela", le digo, incapaz de ocultar mi agitación. "Mejor dicho, sobre Homer y Langley". Doctorow sonríe, sin decir nada. "¿En qué consiste el misterio?", le pregunto a bocajarro. "Cuando ocurrió todo eso", responde, "yo no era más que un niño. La historia de los hermanos Collyer se me quedó enquistada en la imaginación durante todos estos años. No me quedaba más remedio que escribir el libro para tratar de entenderla".

lunes, 14 de enero de 2013

CONFIRMACIÓN CENA ENERO

Hola, feliz año nuevo y todas esas cosas...

EL DÍA 23 (O SEA, LA SEMANA QUE VIENE) COMENTAREMOS HOMER Y LANGLEY, DE DOCTOROW

¿Dónde? Ni idea. 

Yo... que tengo la cabeza donde la tengo, no me acordaba, pero Marga me dijo ayer que me tocaba a mi organizar, así que... ¡me pondré las pilas!

¿QUIÉN SE APUNTA?

DE MOMENTO (Y POR ORDEN DE APARICIÓN)...
1. ÁNGELA
2. PILAR
3. M.MAR
4. MARGA

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viernes, 4 de enero de 2013

ACTA DE LA CENA DE DICIEMBRE

Aunque con bastante retraso, por fin me siento a escribir el Acta de nuestra maravillosa cena de Diciembre, con las Navidades por medio era dificil. Y recalco lo de maravillosa porque los manjares que nos sirvieron en el Restaurante BINOMIO no merecen otro calificativo......... sardinitas marinadas sobre tostas, arroz negro con langostinos, taquitos de pez espada con algas..... y de los postres mejor no hablar, sólo de nombrarlos se me hace la boca agua, de lo mejor que he probado en mucho tiempo, verdaderas exquisiteces. Quien no recuerda ese sutil helado de azahar?

De nuestro libro, "Una Navidad Diferente" hablamos poco tirando a nada, la verdad es que no había mucho que decir, a todas nos ha parecido un libro muy mediocre y Marga incluso lo ha calificado de bodrio.  Todas, es decir, las seis que acudimos a nuestra cita mensual, coincidimos en que podríamos compararlo con una película  de Antena 3 de esas de serie B que ponen en la sobremesa de los sábados, las cuales suelen ser entretenidas a la par que infumables.  Es un reflejo de los tópicos típicos de la sociedad americana, todas las casas con los mismos adornos  navideños, con sus Frosty trepando por los tejados, los vendedores de abetos, las competiciones entre barrios para ver quien adorna sus casas más y mejor con motivos navideños.........en fin, poco más a destacar.

También hablamos de los corta que es la vida, que pasa volando delante de nuestras narices mientras nosotros hacemos planes. Hablamos del arquitecto brasileño Oscar Niemeyer, el constructor de Brasilia, que ha muerto el 5 de diciembre a los 104 años y dijo “La vida es un soplo, todo acaba. Me dicen que después que yo muera, otras personas verán mi obra. Pero esas personas también morirán. Y vendrán otras, que también se irán. La inmortalidad es una fantasía, una manera de olvidar la realidad. Lo que importa, mientras estamos aquí, es la vida, la gente. Abrazar a los amigos, vivir feliz. Cambiar el mundo. Y nada más.”