jueves, 1 de diciembre de 2011

CAMUS Y SU MAESTRO

En nuestra última cena, con Manuel Yruela, estuvimos hablando –una vez más- de la importancia que tienen algunos maestros en nuestras vidas, y debatimos que quizás Demetrio no sería Demetrio si doña Aselina no le hubiera hablado del arte y del Museo del Prado con esa pasión.

Esa Aselina, a la que JuliaCarlotaAselinadelRocío defendió con tanta pasión, le dijo a su alumno que “un buen cuadro debe tener la facultad de fabricar un mundo”, y él quiso buscar en los pinceles una vida diferente a la que tenía asignada como emigrante de su pequeño pueblo ecuatoriano. Cambió el andamio por los pinceles sin dudarlo, y entró en el Museo del Prado como si lo conociese de toda la vida. Puede que al final el resultado no fuera como había pensado, pero lo importante es que peleó por lo que quería, y en esa pelea estaba muy presente una humilde profesora de una pequeña escuela ecuatoriana.

Un libro te lleva a otro libro, aprendimos hace ya mucho tiempo. Casualmente, hablando de nuestra próxima lectura con Eli, me contó que cuando Albert Camus ganó el Premio Nobel, se lo agradeció al maestro que tuvo en su escuela de primaria en Argelia, Germain Louis, con esta carta:

París, 19 de noviembre de 1957.
Querido señor Germain:
Esperé a que se apagara un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo.
Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continuarán siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.
Lo abrazo con todas mis fuerzas.
Albert Camus.
Un alumno agradecido y otro maestro inolvidable. Parece que la abuela de Albert, que era quien hacia las veces de cabeza de la familia, prefería que sus dos nietos solo completasen la educación primaria y empezaran jóvenes a trabajar. Su tutor, Louis Germain, la convenció y lo ayudó a preparar el ingreso al lyceé, de este modo pudo el jóven Albert continuar con sus estudios hasta llegar a matricularse en la Universidad de Argel.

Ya que estaba metida en faena, me picó la curiosidad y busqué su discurso en la academia sueca, y en él hace un análisis  muy interesante de su concepto de la creación y del arte. Como también en la cena habamos del modo como los artistas afrontan la creación os lo dejo para que lo disfrutéis (mientras llega el acta).

Al recibir la distinción con que vuestra libre Academia ha querido honrarme, mi gratitud es tanto más profunda cuanto que yo mido hasta qué punto esa recompensa excede mis méritos personales.
Todo hombre, y con mayor razón todo artista, desea que se reconozca lo que él es o quiere ser. Yo también lo deseo. Pero al conocer vuestra decisión me fue imposible no comparar su resonancia con lo que realmente soy. ¿Cómo un hombre, casi joven todavía, rico sólo de sus dudas, con una obra apenas en desarrollo, habituado a vivir en la soledad del trabajo o en el retiro de la amistad, podría recibir, sin cierta especie de pánico, un galardón que le coloca de pronto, y solo, en plena luz? ¿Con qué estado de espíritu podía recibir ese honor a tiempo que, en tantas partes, otros escritores, algunos entre los más grandes, están reducidos al silencio y cuando, al mismo tiempo, su tierra natal conocer incesantes desdichas?
Sinceramente he sentido esa inquietud, y ese malestar. Para recobrar mi paz interior me ha sido necesario ponerme a tono con un destino harto generoso. Y como era imposible igualarme a él con el solo apoyo de mis méritos, no he hallado nada mejor, para ayudarme, que lo que me ha sostenido a lo largo de mi vida y en las circunstancias más opuestas: la idea que me he forjado de mi arte y de la misión del escritor. Permitidme, aunque sólo sea en prueba de reconocimiento y amistad, que os diga, con la sencillez que me sea posible, cuál es esa idea.
Personalmente, no puedo vivir sin mi arte. Pero jamás he puesto ese arte por encima de toda otra cosa. Por el contrario, si él me es necesario es porque no me separa de nadie, y me permite vivir, tal como soy, al nivel de todos. A mi ver, el arte no es una diversión solitaria. Es un medio de emocionar al mayor número de hombres, ofreciéndoles una imagen privilegiada de dolores y alegrías comunes. Obliga, pues, al artista a no aislarse; le somete a la verdad, a la más humilde y más universal. Y aquellos que muchas veces han elegido su destino de artistas porque se sentían distintos, aprenden pronto que no podrán nutrir su arte ni su diferencia más que confesando su semejanza con todos.
El artista se forja en ese perpetuo ir y venir de sí mismo, a los demás, equidistante entre la belleza, sin la cual no puede vivir, y la comunidad, de la cual no puede desprenderse. Por eso, los verdaderos artistas no desdeñan nada; se obligan a comprender en vez de juzgar. Y si han de tomar un partido en este mundo, sólo puede ser de una sociedad en la que, según la gran frase de Nietzsche, no ha de reinar el juez sino el creador, sea trabajador o intelectual.
Por lo mismo, el papel de escritor es inseparable de difíciles deberes. Por la definición no puede ponerse al servicio de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la sufren. Si no lo hiciera, quedaría solo, privado hasta de su arte. Todos los ejércitos de la tiranía, con sus millones de hombres, no le arrancarán de la soledad, aunque consienta en acomodarse a su paso y, sobre todo, si en ello consiente. Pero el silencio de un prisionero desconocido, abandonado a las humillaciones en el otro extremo del mundo basta para sacar al escritor de su soledad, cada vez, al menos, que logra, en medio de los privilegios de su libertad, no olvidar ese silencio, y trata de recogerlo y reemplazarlo, para hacerlo valer mediante todos los recurso del arte.
Ninguno de nosotros es lo bastante grande para semejante vocación. Pero en todas las circunstancias de su vida, obscuro o provisionalmente célebre, aherrojado por la tiranía o libre para poder expresarse, el escritor puede encontrar el sentimiento de una comunidad viva, que le justificará sólo a condición de que acepte, tanto como pueda, las dos tareas que constituyen la grandeza de su oficio: el servicio de la verdad, y el servicio de la libertad. Y pues su vocación es agrupar el mayor número posible de hombres, no puede acomodarse a la servidumbre que, donde reina, hace proliferar las soledades. Cualesquiera que sean nuestras flaquezas personales, la nobleza de nuestro oficio arraigará siempre en dos imperativos difíciles de mantener: la negativa a mentir respecto de lo que se sabe y la resistencia a la opresión.
Durante más de veinte años de una historia demencial, perdido sin recurso, como todos los hombres de mi edad, en las convulsiones del tiempo, sólo me ha sostenido el sentimiento hondo de que escribir es hoy un honor, porque ese acto obliga, y obliga a algo más que a escribir. Me obligaba, especialmente, tal como yo era y con arreglo a mis fuerzas, a compartir, con todos los que vivían mi misma historia, la desventura y la esperanza. Esos hombres nacidos al comienzo de la primera guerra mundial, que tenían veinte años a tiempo de instaurarse, a la vez, el poder hitleriano y los primeros procesos revolucionarios, Y que para completar su educación se vieron enfrentados luego a la guerra de España, la segunda guerra mundial, el universo de los campos de concentración, la Europa de la tortura y de las prisiones, se ven hoy obligados a orientar sus hijos y sus obras en un mundo amenazado de destrucción nuclear. Supongo que nadie pretenderá pedirles que sean optimistas. Hasta llego a pensar que debemos ser comprensivos, sin dejar de luchar contra ellos, con el error de los que, por un exceso de desesperación han reivindicado el derecho al deshonor y se han lanzado a los nihilismos de la época. Pero sucede que la mayoría de entre nosotros, en mi país y en el mundo entero, han rechazado el nihilismo y se consagran a la conquista de una legitimidad.
Les ha sido preciso forjarse un arte de vivir para tiempos catastróficos, a fin de nacer una segunda vez y luchar luego, a cara descubierta, contra el instinto de muerte que se agita en nuestra historia.
Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizás mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida —en la que se mezclan las revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos, y las ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden hoy destruirlo todo, no saben convencer; en la que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y de la opresión—, esa generación ha debido, en si misma y a su alrededor, restaurar, partiendo de amargas inquietudes, un poco de lo que constituye la dignidad de vivir y de morir. Ante un mundo amenazado de desintegración, en el que nuestros grandes inquisidores arriesgan establecer para siempre el imperio de la muerte, sabe que debería, en una especie de carrera loca contra el tiempo, restaurar entre las naciones una paz que no sea la de servidumbre, reconciliar de nuevo el trabajo y la cultura, y reconstruir con todos los hombres una nueva Arca de la alianza.
No es seguro que esta generación pueda al fin cumplir esa labor inmensa, pero lo cierto sí es que, por doquier en el mundo, tiene ya hecha, y la mantiene, su doble apuesta en favor de la verdad y de la libertad y que, llegado el momento, sabe morir sin odio por ella. Es esta generación la que debe ser saludada y alentada dondequiera que se halle y, sobre todo, donde se sacrifica. En ella, seguro de vuestra profunda aprobación, quisiera yo declinar hoy el honor que acabais de hacerme.
Al mismo tiempo, después de expresar la nobleza del oficio de escribir, querría yo situar al escritor en su verdadero lugar, sin otros títulos que los que comparte con sus compañeros, de lucha, vulnerable pero tenaz, injusto pero apasionado de justicia, realizando su obra sin vergüenza ni orgullo, a la vista de todos; atento siempre al dolor y a la belleza; consagrado en fin, a sacar de su ser complejo las creaciones que intenta levantar, obstinadamente, entre el movimiento destructor de la historia.
¿Quién, después de eso, podrá esperar que él presente soluciones ya hechas, y bellas lecciones de moral? La verdad es misteriosa, huidiza, y siempre hay que tratar de conquistarla. La libertad es peligrosa, tan dura de vivir, como exaltante. Debemos avanzar hacia esos dos fines, penosa pero resueltamente, descontando por anticipado nuestros desfallecimientos a lo largo de tan dilatado camino. ¿Qué escritor osaría, en conciencia, proclamarse orgulloso apóstol de virtud? En cuanto a mi, necesito decir una vez más que no soy nada de eso. Jamás he podido renunciar a la luz, a la dicha de ser, a la vida libre en que he crecido. Pero aunque esa nostalgia explique muchos de mis errores y de mis faltas, indudablemente ella me ha ayudado a comprender mejor mi oficio y también a mantenerme, decididamente, al lado de todos esos hombres silenciosos, que no soportan en el mundo la vida que les toca vivir más que por el recuerdo de breves y libres momentos de felicidad, y por la esperanza de volverlos a vivir.
Reducido así a lo que realmente soy, a mis verdaderos límites, a mis dudas y también a mi fe difícil, me siento más libre para destacar, al concluir, la magnitud y generosidad de la distinción que acabáis de hacerme. Más libre también para deciros que quisiera recibirla como homenaje rendido a todos los que, participando el mismo combate, no han recibido privilegio alguno y si, en cambio, han conocido desgracias y persecuciones. Solo me resta daros las gracias, desde el fondo de mi corazón, y haceros públicamente, en prenda de personal gratitud, la misma y vieja promesa de fidelidad que cada verdadero artista se hace a si mismo, silenciosamente, todos los días.

3 comentarios:

maria sur dijo...

De cómo un libro te lleva a otro, y de cómo un alumno agradecido con su maestro me lleva ahora a agradecerte una vez más estos ratos que compartes con nosotras; sin ti habría muchas cosas interesantes que nos habríamos perdido de no ser por tu curiosidad y generosidad.

Y de cómo la mísma guerra que marca la vida de Jaroslav y la de nuestra querida escritora Eva, nos lleva ahora a la de otro gran escritor que huérfano de padre por culpa de la mísma será testigo “no mudo” de ese (este) mundo amenazado contínuamente por los horrores del absurdo.

Y de cómo la misma Eva emocionada el otro día por las palabras de un amigo y compañero agradecía también en voz alta como Camus a uno de sus maestros.
Y de cómo nosotras en este ir y devenir de unos a otros tenemos la inmensa suerte de emocionarnos con la “imagen privilegiada de los dolores y alegrias comunes” que nos ofrecen “nuestros escritores” y también con cualquiera que en un ratito de generosidad nos regala unas letras pensando en nosotras.

Maria-Norte dijo...

Como sería incapaz de describir mejor lo que siento que María con sus letras, desde el Norte suscribo todo lo que ella dice.

Cristina dijo...

Pues a mi todas estas coincidencias literarias me han hecho pensar que a pesar de la crisis, el paro, los números rojos, la deuda externa y la interna, la Merkel y todo lo que nos rodea ¡qué suerte tenemos de no haber sufrido una guerra! cuántas vidas quedan marcadas -o truncadas- ¡madrecita, que me quede con mis números rojos!